Hace más de 3.000 millones de años, en una época en que la vida apenas comenzaba a emerger, el planeta Tierra fue impactada por un objeto celestial de dimensiones apocalípticas.

Este meteorito, conocido como S2 y con un tamaño cuatro veces mayor que el Monte Everest, se estrelló contra nuestro mundo con una fuerza 200 veces superior a la del impacto que llevó a la extinción de los dinosaurios.

El evento, aunque devastador, tuvo consecuencias inesperadas para la evolución de la vida en la Tierra.

El impacto generó un tsunami colosal que arrasó las costas, mezclando aguas profundas ricas en hierro con las superficiales más pobres en este mineral vital para la vida.

La temperatura del planeta se elevó drásticamente, evaporando parcialmente los océanos y cubriendo la atmósfera con una nube de polvo que bloqueó la luz solar y detuvo la fotosíntesis en las aguas poco profundas.

El daño inicial fue severo, explica la geóloga Nadja Drabon, profesora asistente en la Universidad de Harvard, quien ha liderado un estudio sobre este evento.

La superficie del océano hirvió y la atmósfera quedó cargada de polvo, asfixiando a las criaturas fotosintéticas que dependían del sol para sobrevivir.

A pesar de la destrucción generalizada, la vida encontró una forma de resistir.Las profundidades oceánicas y los organismos hipertermófilos, adaptados a condiciones extremas, sobrevivieron al impacto gracias a su resistencia.

Cuando la oscuridad inicial se disipó, un repunte inesperado en la actividad biológica marcó el inicio de una nueva era para la vida en la Tierra.

El meteorito liberó grandes cantidades de fósforo, un elemento esencial para la vida, al vaporizarse.

Las corrientes de hierro arrastradas a la superficie por el tsunami crearon las condiciones perfectas para la proliferación de microbios que se alimentaban de este mineral.

La explosión de vida microbiana fue especialmente notoria en aquellos organismos que procesaban el hierro, agrega Drabon.

El estudio de Drabon y su equipo, realizado en las capas sedimentarias de la Barberton Greenstone Belt, Sudáfrica, ha revelado cómo el impacto del S2 generó cambios químicos y biológicos que, lejos de ser puramente destructivos, impulsaron la biodiversidad en los océanos primitivos.

Estos eventos catastróficos no solo aniquilaron, sino que también crearon las condiciones para que la vida floreciera, concluye Drabon.

La región sudafricana donde se estudió el impacto del S2 conserva evidencia de al menos 16 grandes impactos de meteoritos durante la Era Paleoarcaica, cada uno de los cuales habría moldeado el entorno planetario de formas tanto destructivas como creativas.

Estos descubrimientos nos permiten comprender mejor la historia evolutiva de nuestro planeta y la resiliencia de la vida en el face de eventos catastróficos.