La vida de un minero va más allá del simple trabajo, se trata de una experiencia que moldea el carácter y crea lazos insólitos.
Un año trabajando en la Puna salteña ha hecho reflexionar a este trabajador sobre los dos aspectos más gratificantes de su labor: la creación de una segunda familia y la singularidad de su entorno laboral.
Ser minero, o saberse simplemente minero, tiene dos componentes gratificantes muy destacables, expresa el minero.
La primera recompensa se encuentra en la construcción de un vínculo fraternal con sus compañeros, quienes a pesar de provenir de diferentes orígenes e ideologías, forman una unidad sólida durante su tiempo lejos del hogar.
Esta familia es súper heterogénea…personas con diferentes crianzas, idiosincrasia y muchas otras cosas que nos hacen a cada uno de nosotros únicos y diferentes del otro, describe.
Esta sensación de pertenencia se intensifica en un ambiente donde la mujer también juega un rol fundamental.
Verlo realizado en la actualidad por la mano de una mujer es totalmente destacable.La capacidad de liderazgo y resolución de conflictos es admirable, como así también otros aspectos que quizás sean más físicos…
Enfrenta con la misma o quizás mayor entereza y calidad que el varón, afirma el minero, reconociendo la fuerza y determinación de las mujeres en este sector.
La segunda gratificación reside en la naturaleza inspiradora del entorno laboral.Nuestra oficina sin lugar a dudas es la mejor.
El amanecer en el salar rodeado de cumbres, las noches estrelladas bajo un cielo infinito, convierten cada jornada en una experiencia única.
Dónde más se puede tener ese placer de trabajar de una manera tan natural, reflexiona.
Para este minero, el trabajo en la mina le ha enseñado a ser pragmático, protector y rústico: cualidades que han sido moldeadas por las adversidades del oficio.
Su labor no solo implica extraer recursos naturales, sino también forjar un sentido de comunidad y conectar con la belleza salvaje del entorno.